4. Él

Tirado en el suelo, con el pelo en la cara y los brazos hacia delante se encuentra aquello que menos me hubiese imaginado encontrar. Quizás me falle la vista, quizás solamente es una mala pasada que me juega la oscuridad y tansolo logra confundirme… Bah, ¿a quién quiero engañar? Eso que tiene en la cabeza son orejas… ¿no?

Por un segundo tengo el impulso de preguntar, pero me detengo al recordar que ellos no pueden verlas. Es verdad, se me había olvidado que sólo yo puedo ver mis orejas y mis cola, para ellos son invisibles. “Oh, venga, no seas tonta, lo que tiene el chico en la cabeza son orejas, y eso que se mueve detrás es su cola. ¡No intentes engañarte!” grita una voz idéntica a la mía en alguna parte de mi cabeza.

-Levanta- ordena el niño, y antes de que el chico sea capaz siquiera de reaccionar le coge con ferocidad del cuello de la camisa. ¿Cómo puede una cosa tan pequeña levantar algo dos veces su tamaño?-. No huele a comida, no huele a chucho…- de pronto me mira y esboza una horrible sonrisa mostrando sus temerosos colmillos- y no sangra.

“Ya está, tus sospechas confirmadas, ¿me crees ahora?” esa voz me está comenzando a molestar de veras. ¡Pues claro que te creo! Pero… yo era la única… Entonces el chico alza la cabeza y me mira por primera vez. Al principio en sus ojos amarillos se muestra confusión, luego asombro, y de pronto decisión.

-¿Qué debemos hacer con ellos?- pregunta una voz femenina detrás del niño. Supongo que la voz proviene de uno de los vampiros que se encuentran escoltándole, pero no llego a averiguar de cuál de ellos, aunque por su sonrisa no parecen pensar nada bueno.

De pronto el niño cambia su sonrisa por una expresión pensativa, sin embargo no tarda en recuperarla más terrorífica aún.

-Sería divertido experimentar con ellos- opina mientras saca una navaja de a saber dónde-, ¿no os parece?

Con una simple señal suya siento el frío filo de algo metálico presionando mi cuello. No puedo moverme, ni siquiera para girarme y ver quién es, pero deduzco que es mi secuestrador quien me tiene atrapada. Otra vez.

El chico no se ha movido, se mantiene quieto y serio con la mano del niño agarrándole del cuello. Este último acerca lentamente la navaja a su cuello y la mantiene a pocos centímetros de su piel.

-Comprobemos si además de no sangrar- cotinúa el niño acercando el pequeño arma más aún hasta estar a apenas un centímetro de su cuello-, eres inmortal.

Cierro los ojos para no mirar. No soporto ver sangre, heridas, y mucho menos cómo matan a alguien, siempre me tapo los ojos en las películas cuando ocurre una escena parecida, y si es posible procuro ni ver la película. Oigo el sonido del metal cortando algo blando, carne. Me estremezco, y un segundo después oigo un grito. ¿Los muertos pueden gritar?

Abro los ojos lentamente con curiosidad, esperando ver un cuerpo inerte tirado en el suelo con la cabeza separada, y en lugar de eso me topo con una escena completamente diferente. El pequeño vampiro se encuentra cogiéndose de la muñeca en la que tenía la navaja que ahora está tirada en el suelo, y en el brazo se le puede ver un enorme y profundo corte. Los demás vampiros han cambiado de posición, y en lugar de tener posturas desenfadadas están en tensión y alerta, preparados para atacar en el momento oportuno. Y el chico está de pie en posición de ataque, con las piernas medio separadas, las rodillas flexionadas y el cuerpo echado hacia delante, sosteniendo una katana con ambas manos delante de él.

-Vuelve a tocarme y lo próximo que te corte serán los huevos.

Mantiene una expresión dura y desafiante y la pupila de sus ojos ya no es redonda, sino fina y alargada, como la de un gato. Recuerdo la primera vez que alguien me dijo que mis ojos se veían de esa forma y lo asustada que me miraba. Me había enfadado muchísimo con esa persona, no me acuerdo por qué, y de pronto mis ojos habían cambiado y mi voz desprendía un suave silbido parecido al de un bufido, el mismo silbido que acabo de oír en la voz del chico.

Por unos segundos el aire se paraliza y el tiempo se ralentiza, todos están quietos mirando al chico, todavía sorprendidos por la rapidez de su reacción, ni siquiera son capaces de pestañear. El niño por fin mira al chico, levantando la cara muy lentamente, analizando cada milésima de segundo desde que la navaja estaba en el cuello del chico hasta que lo tenía de frente amenazándole a muerte, y en cuanto ha vuelto a la realidad, tan rápido como un rayo su rostro cambia de calculador a pura ira y me señala de manera acusadora.

-¡MÁTALA!

Mi rostro palidece al oírle. Es increíble cómo una simple palabra puede provocarte tanto miedo, cómo el hecho de saber que vas a morir puede colarse por cada uno de tus huesos y dejarte completamente petrificada de horror, cómo una insignificante orden es capaz de hacer reaccionar a una persona y apretar el puño de un artilugio como un cuchillo y convertirlo en un arma mortal.

Y como si hubiese leído la mente del niño e interpretado las intenciones de mi captor, el chico sale disparado hacia mí antes de que la última “a” sea pronunciada. Antes de que me de cuenta ya estoy liberada y ese frío en mi cuello desaparece. Me apoyo en el suelo y bajo la cabeza para respirar hondo y recuperar el aire perdido bajo aquel peligroso filo. En esa pequeña fracción de tiempo en la que simplemente tengo tiempo de coger una bocanada de aire se suceden una serie de susurros, como si algo muy rápido cortase el viento, y cuando al fin mis pulmones recuperan todo el aire levanto la cabeza para observar la escena.

No sé cómo ni por qué el chico ha acabado delante de mí y el que me tenía agarrada se ha colocado junto al niño, que aún se agarra del brazo. Clavo la mirada en los ojos ardientes de ira que adornan la cara del niño, y puedo percibir que como por arte de magia cambian de una expresión que sería capaz de matar si fuese posible a la mirada de un niño que acaba de descubrir un juguete con el que pasar el día.

-¿Quieres jugar?- una sonrisa que pone los pelos de punta aflora a sus labios- Juguemos.

En cuestión de segundos siete figuras aladas se alzan en el cielo de manera imponente tapando la luz de la luna.

Dios santo, en qué me he metido…